
Hace algunos meses un profesor me compartió un examen de Matemáticas de quinto semestre de Preparatoria aplicado en mayo de 2000 y mi sorpresa fue grande al ver que, si se aplicara ese mismo examen en el presente, estoy seguro que prácticamente la totalidad de los alumnos actuales lo reprobaría. Esto me planteó una reflexión que tomó varias semanas en asentarse dentro de mi cabeza porque, al poco tiempo, coincidió con una serie de sucesos trágicos que ocurrieron en instituciones educativas en la CDMX (principalmente en el ITAM, por el suicidio de varios alumnos durante 2019 y 2020). Estos eventos dieron pie a una discusión sobre una condición de fragilidad en el alumnado actual y que fue bautizada en redes sociales con la etiqueta de “Generación de Cristal”. Por supuesto, no tengo intención de caer en el uso de ese tipo de etiquetas, no solo por una cuestión de respeto, sino porque me parece demasiado simplista y, al mismo tiempo, abona a crispar los ánimos, transformando la conversación en un terreno plagado de espinas.
Lo que diré a continuación es una reflexión a título personal. Creo que esta manera de entender el contexto está completamente equivocada, porque pasa de largo el origen de la situación actual, el problema de la educación en el presente es un problema demográfico.
Para explicarme, empezaré por relatar un poco de mi historia.
Yo nací en 1981 y la mayor parte de mi formación educativa la viví en una escuela jesuita de la que, en mi generación de preparatoria, nos graduamos en 1999 alrededor de 160 alumnos de los cuales, hasta donde sé, la mayoría tiene un o ningún hijo. ¿Cuánto representa esto a tu generación si naciste en los ochentas, o incluso en los noventas? Esto puede sonar muy absolutista, pero cualquier persona actualmente en sus treintas atestiguará que sus compañeros de generación tienen una cantidad de hijos que, en promedio, es claramente menor a la de su generación anterior. México es un país que, a lo largo de su historia moderna, vivió una serie de tragedias que ocasionaron una notable reducción en su población durante las primeras décadas del siglo XX, hacia el final de la Revolución Mexicana, se estima que, durante el conflicto, hubo al menos 1 millón de muertes, esto, por supuesto, sin considerar las millones de vidas apagadas o afectadas por los efectos secundarios de la guerra. En las décadas posteriores al conflicto la estrategia demográfica fue manifiesta: era necesario repoblar el país y las familias debían ser muchas y numerosas, y así fue durante décadas. Pasamos de ser un país devastado por la guerra que llegó a rozar los 20 millones de habitantes, hasta rebasar los 120 millones en poco menos de 100 años, pero, por supuesto, es evidente que México no creció de manera constante pues en la década de los noventas se volvió manifiesta una desaceleración del crecimiento demográfico a nivel nacional. Sin embargo, a pesar de que era evidente que la sociedad mexicana entraba a un periodo de desaceleración en su crecimiento poblacional, el sector educativo privado vivió una época de bonanza y notable crecimiento en el final del siglo XX y principios del XXI (incluso, llegando a extremos que originaron el concepto de “escuelas patito”). Las circunstancias que produjeron este fenómeno serán el origen de una discusión posterior, pero, en este momento, el fenómeno resulta tan evidente que procederemos dándolo por sentado.
Durante el periodo que comprende el final de la década de los noventas y principios del XXI, a lo largo del territorio nacional pulularon una nutrida serie de nuevas instituciones educativas de dudosa reputación que hicieron su agosto con el progresivo abandono del Estado hacia las escuelas públicas. La torcida idea de que la educación privada era la única forma de acceder a una “educación de calidad” se volvió la norma más aceptada en México y, sin embargo, coexistían dos fenómenos: a la par de que las instituciones educativas aumentaban en número, no solo el número de familias mexicanas continuaba en franco descenso, también decreció el número de hijos por familia.
En el escenario actual de México tenemos una cantidad de instituciones educativas que ha aumentado y, al mismo tiempo, tenemos una masa estudiantil que va en franco descenso. Si consideramos el modelo financiero de cualquier escuela privada, la base de ese modelo son las colegiaturas que se cobran a las familias y, si la masa de estudiantes está decreciendo y la cantidad de escuelas se mantuviera constante, cada vez se volverá más difícil para las escuelas privadas mantener un modelo de financiamiento que depende de la cantidad de colegiaturas. Ahora pongamos dos temas espinosos sobre la mesa, que son una consecuencia directa de lo anterior:
- El costo para captar a un candidato y convertirlo en alumno ha aumentado.
- El costo de perder un alumno ha aumentado.
Sobre el primer punto el principal factor se debe a que, al mantenerse la misma cantidad de escuelas, las instituciones tienen que invertir más en campañas de captación para mejorar su imagen y hacerse más presentes en un mercado cada vez más escaso. Pero el mayor problema es, precisamente, la competencia con las restantes instituciones. Cuando uno piensa en instituciones educativas privadas, lo primero que nos viene a la mente son las universidades, y de inmediato identificamos las marcas más famosas: Tec de Monterrey, Ibero, ITAM, ITESO, etcétera. Ese prestigio, sin duda, bien ganado a lo largo de décadas de historia, funciona como una máquina bien aceitada que atrae alumnos nuevos año tras año. Sin embargo y, seamos sinceros, ¿cuántas preparatorias existen en México que, como marca, se equiparen a las grandes universidades? La respuesta es ninguna. Si hiciéramos la misma pregunta para secundarias y primarias, la respuesta sería la misma. ¿Cuál es la principal consecuencia de la falta de marcas establecidas de preparatorias, secundarias y primarias? Que los padres de familia las vean, en la práctica, como bienes intercambiables, propiciando que el criterio de elección para los niveles educativos previos a la universidad sea, en su práctica totalidad, el precio de la colegiatura. Es decir, si se puede pagar la colegiatura y cumple medianamente con otros criterios (ubicación, imagen y poco más), es suficiente para aceptar una preparatoria, secundaria o primaria. Prueba de esto es que antes del nivel universitario, los planes de financiamiento para pagar colegiaturas en formato de deuda son virtualmente inexistentes, en otras palabras, a falta de recursos financieros o en ausencia de una beca, muchas personas están abiertas a la posibilidad de endeudarse para obtener un título universitario, pero no existe la misma predisposición para un título de preparatoria, secundaria y, mucho menos, de primaria.
Ahora, analicemos la consecuencia de estas circunstancias. Considerando que las escuelas primarias deben captar alumnos desde una masa potencial de candidatos cada vez menor, y si los padres consideran, en la práctica, solo la colegiatura para decidir en cuál escuela inscribir a sus hijos, el resultado es que las escuelas tenderán a bajar sus costos de operación (por ejemplo, reduciendo sus profesores de planta y aumentando la cantidad de contratados por asignatura) y diluyendo la calidad de su servicio (como aumentar el número de alumnos por clase). Por otro lado, las escuelas no podrían reducir sus colegiaturas de manera directa, porque de hacerlo, estarían aceptando que, en realidad, el costo de su servicio estaría inflado o que su servicio, simplemente, no vale lo que se pide. En ese sentido, el discurso girará en torno a aumentar el número de becas, pero siempre partiendo de una mayor reducción en sus costos de operación y, principalmente, en la disminución de la calidad de su servicio. Sin embargo, por supuesto que las escuelas nunca podrían aceptar públicamente que se ofrece un servicio cuya calidad es inferior, de ahí que surja un discurso que, con base en malabares retóricos, justifique las prácticas que 1) vuelvan más laxos los criterios de admisión de los alumnos y 2) reduzcan la cantidad de reprobados a un mínimo que vuelva viable la existencia de la institución misma. De esta forma la captación de alumnos y, después, la retención de estos, se vuelvan los temas de mayor relevancia para las escuelas debido a razones estrictamente de supervivencia. La principal consecuencia es una competencia que jala a la baja el servicio ofrecido por el sector en su conjunto, porque si una escuela admite a un alumno de primaria y éste tiene un bajo rendimiento y reprueba un curso tras otro, los padres, como colectivo, tenderán a sacar a sus hijos de esa escuela y lo inscribirían en otra que ofrecería un servicio “adaptado a las necesidades del alumno”. Este escenario plantea un círculo vicioso para las primarias, secundarias, preparatorias y universidades (estas últimas en menor grado según el valor de su marca), porque si, por ejemplo, en una zona determinada hubiera 10 escuelas y 1 de ellas ofreciera este tipo de servicio de menor calidad, pero otorgando un título con el mismo valor desde el punto de vista de los padres de familia, las restantes 9 escuelas tenderán a bajar sus estándares porque, de no hacerlo, las escuelas que sí bajen sus estándares tenderán a acaparar una parte del alumnado de las escuelas que mantengan estándares altos. De ahí que, el equilibrio al que tendrían que llegar las 10 escuelas es, necesariamente, a la baja en cuanto a la calidad de su servicio porque las escuelas que no lo hagan, se verán en riesgo de quebrar y las que sí lo hagan, tomarán ventaja sobre las escuelas que decidan mantener sus estándares de calidad. En otras palabras, si existe escasez de recursos (alumnado) N cantidad de escuelas podrían mantener su estándar educativo, pero sí y solo sí todas las escuelas acuerdan hacerlo y si el número de escuelas estuviera en función del volumen del alumnado. Por supuesto, en ausencia de una regulación impuesta, la tendencia será a reducir la calidad del servicio pues el riesgo de no hacerlo supone la quiebra.
Para una escuela la pérdida de un alumno, por abandono o cambio de escuela, adquiere una relevancia desproporcionada en comparación con lo que pasaba hace 30 años, pues reponer a ese alumno perdido tiene un costo mayor entre más pasa el tiempo (porque hay cada vez menos candidatos para ocupar ese puesto), de ahí que, de facto, las escuelas tenderán a pasar a todos los alumnos maquillando esa práctica con justificaciones en su discurso como “manejar estrategias de aprendizaje distintas”. Por dar un ejemplo personal, recuerdo que al entrar a la secundaria había en mi escuela 6 grupos formados a pesar de haber rechazado a una cantidad considerable de candidatos y, para el final del tercer año, alrededor de 1 grupo y medio había desaparecido debido a los alumnos que eran expulsados por reprobar alguna materia, incluso, reprobar 1 materia era razón suficiente para ser expulsado. De hecho, salvo circunstancias especiales, ni siquiera se consideraba permitir que los alumnos reprobados repitieran año. Por supuesto, este tipo de estándares son inconcebibles en el presente, pues la escuela que se plantee llevarlo a cabo, en poco tiempo será devorada por las escuelas que ofrezcan un servicio con calidad menor, pero que al final otorguen el mismo título con un discurso que les legitime.
Este fenómeno, ocasionado por la dinámica poblacional, comienza desde el nivel primaria y se vuelve un efecto bola de nieve pues, debido a una cuestión de supervivencia para las instituciones, al volverse más laxos en sus criterios de admisión y retención, el problema se oculta debajo del tapete y, como diríamos en mi rancho, “se pasa la bolita” a las secundarias y de ahí a las preparatorias para germinar en las universidades. Por supuesto, las instituciones privadas más afectadas por estas circunstancias son las grandes marcas (Tec de Monterrey, Ibero, ITAM, ITESO, etcétera) que deberán adaptar sus prácticas, o incluso mutarlas, cambiando también su discurso a una línea que justifique los cambios necesarios para mantener el valor de su marca. Por supuesto, muchas universidades privadas ya han entendido este cambio en su mercado y lo han incorporado a su discurso para legitimar sus nuevos modelos y estrategias, siendo la principal, la falacia de “estudiar lo que te gusta” (como si en el 99.9% de los trabajos la mayor parte del tiempo no se consumiera en actividades que no pueden ser más distantes de lo placentero). Sin embargo, el problema de origen es el mismo, es decir, se trata de una cuestión demográfica que ha rebasado al sector educativo privado y que se combinada con dos factores:
- El modelo de financiamiento basado en el cobro de colegiaturas.
- El abandono de la educación pública por parte del Estado durante finales del siglo XX y principios del XXI.
Esta combinación tiende a hacer inviable la coexistencia de las instituciones privadas y el mantener un nivel alto de calidad en la formación, debido a lo explicado previamente (para quien interese, se trata de un fenómeno conocido como El Dilema del Prisionero con N jugadores). Dicho todo lo anterior, lo que concluyo a partir de mis reflexiones es lo siguiente.
La combinación de la pandemia y la dinámica poblacional de México ocasionará que muchas instituciones privadas se vayan a la quiebra o vean reducido su tamaño de manera dramática en el corto plazo, sin embargo, el golpe más severo llegará con la siguiente generación que, con seguridad, tenderá aún más a reducir la cantidad de hijos. Esta coyuntura obligará a buscar modelos alternativos de educación, pero (y para lo que habré de decir a continuación, cruzo los dedos), también forzará a las instituciones privadas a buscar modelos alternativos de financiamiento. Sin embargo, si tuviera que apostar, apostaría en contra de una solución a esta problemática, porque, para realmente aspirar a resolver algo de esta naturaleza, las escuelas privadas tendrían que ser inmunes al cobro de colegiaturas y esto, honestamente, no creo que se logre nunca. Lo más probable es que se avecine un periodo en el que muchas escuelas privadas se irán a la quiebra, depurando el mercado y, con un poco de suerte, permitirá el surgimiento de un modelo financiero nuevo del cual, hablaremos en una reflexión posterior.
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